Hay momentos que no tienen precio. Después de una mañana desaprovechada buscando unos rinocerontes que no encontramos, aquella
tarde la naturaleza se mostró pródiga y amable, dejando claro una vez más que
es ella la que manda.
Habíamos estado fotografiando elefantes y búfalos en
ese triángulo mágico que es el Masai Mara, bajo la luz que dejaban pasar unas
nubes caprichosas pero persistentes.
Se aproximaba la hora del cierre del parque, las seis
y media, poco antes del ocaso, cuando recibimos un aviso por radio de que
habían descubierto a un grupo de leonas bastante numeroso; luego descubriríamos
que eran diez en total. Nos pusimos en marcha con el objetivo de interceptarlas
y mi improvisado compañero alemán no entendía por qué pasábamos de largo junto
a una jirafa cuyo interés había descendido varios enteros en la bolsa de
animales salvajes.
Porque cuando hay felinos a la vista, el resto de
animales cotiza a la baja. No es que yo sepa suajili más allá de media docena
de palabras, mucho menos la lengua masai de nuestro conductor, pero quizás
estoy acostumbrado a desenvolverme en ambientes en los que no entiendo una
palabra, y sé que si corremos es porque vamos tras algo importante.
Adelantamos a un par de leonas que caminaban en fila,
y enseguida, vimos algunas más. El alemán seguía sin entender por qué no nos
deteníamos hasta que llegamos a la encrucijada, pero era evidente que nuestro
chófer pretendía interceptarlas. Por eso es tan importante contar con alguien
que tenga experiencia. No basta con avistar los animales, sino que conviene
anticiparse a ellos, adivinando qué van a hacer.
Allí, pacientemente, las esperamos, viendo cómo se iban congregando en lo alto de una loma.
La parada fue muy breve, apenas el tiempo necesario
para que las más rezagadas alcanzaran calmosamente a las que habían llegado
primero.
Poco a poco, con toda la lentitud del mundo, a veces
de una en una, en ocasiones emparejadas, fueron pasando por delante nuestra
entre dos todoterrenos. Ese es el instante impagable al que me refería al
principio.
Los demás vehículos se fueron, pero nosotros nos
quedamos aún un buen rato, esperando a un par de machos que iban tras ellas.
Pero los muy perezosos seguro que se estaban echando la siesta entre la hierba
y no se dignaron a aparecer.
La hora se nos echaba encima y tuvimos que ponernos de nuevo en movimiento. Atentos, los buscábamos por todas partes, pero en su lugar
descubrimos a otra leona, la undécima, que se había separado del grupo y
llamaba ahora a sus congéneres con ese rugido grave y profundo que usan para
cubrir grandes distancias.
Un safari siempre merece la pena, pero son tardes como
ésta las que ponen la guinda al pastel; la decepción de una mañana estéril se
borra en un instante y todo son sonrisas.