Tengo un amigo más viajero que yo (a todo hay quien gane) que es como una especie de avanzadilla. En realidad mi comportamiento es algo parasitario, él visita países nuevos y luego voy yo, aprovechándome de sus conocimientos y ahorrándome las malas experiencias.
Nueva Zelanda no fue una excepción.
Me dijo que tenía que ir al Parque Nacional de Abel Tasman, en la punta norte de la isla del sur. El procedimiento es muy sencillo: por la mañana te lleva en barco hasta una playa que tú has elegido previamente y por la tarde te recogen en otra, también designada por ti, a una hora determinada y después de una caminata.
Lo primero que pensé es que yendo solo me perdería y que me comerían los lobos. Bueno, más bien las ovejas, porque en Nueva Zelanda no hay depredadores terrestres. Pero mi amigo insistió e insistió. Menos mal que le hice caso, porque si no, me habría perdido esto que viene a continuación.
Allí estaba yo, la tarde anterior, disfrutando de una magnífica playa y admirando las casas de alrededor. Ya tenía en la mano los billetes para el día siguiente. Como podéis apreciar se trata de un lugar muy estresante.
¡Zarpamos! Hay algunas nubes, pero desaparecerán pronto.
La travesía está plagada de playas cada vez más apartadas y salvajes, que vamos dejando atrás.
¿Será ésta la nuestra? Nah.
La vegetación de la costa cambia y se hace más tropical.
El color del agua también nos sorprende en estas latitudes.
Playas de arena blanca sólo accesibles por mar y rodeadas por una vegetación exuberante..
Poco a poco, el barco va abandonando a los Robinsones por un día. Esta otra playa tampoco estaba mal. Se llama Totaranui y es más larga que las otras.
Atracamos para dejar a otros cuantos y nos damos una vuelta por la arena.
Los más rápidos marchan en dirección sur. Otros suben a un taxi.
¡¡¡Esperadme!!! Eh, tú, que esta no es tu playa, que aun tienes que continuar viaje.
(más en el acostumbrado par de semanas)