Nuestro viaje por Chile, del
que guardo muy buen recuerdo, fue espectacular, pero tuvimos agua como para
acabar con varias sequías seguidas. Aquella mañana, ya casi al final del viaje, no
fue una excepción.
Estábamos en Torres del Paine
camino del mirador cuernos, y la lluvia golpeaba los cristales del todoterreno
hasta el punto de hacerme enfadar, maldiciendo nuestra mala suerte. Por
fortuna, pareció remitir un poco y pudimos iniciar la caminata sin mojarnos.
La
vegetación es baja, adaptada a las inclemencias del viento, a la altitud y a
los fríos inviernos. Cualquiera diría que esto es un día de primavera.
Las montañas apenas si se
adivinaban tras las nubes.
Los lagos eran de plomo, sin luz del sol que poder
reflejar.
En Torres del Paine hay
caminatas para todos los gustos. Esta nuestra es corta y sencilla, al alcance
de cualquiera. Poco a poco, según íbamos avanzando, las nubes se iban
levantando, aunque fuera a regañadientes.
Después
de superar un pequeño repecho nos encontramos con esta visión.
Las nubes se apartaron lo justo como para que
pudiésemos disfrutar de los picos. El espectáculo es grandioso, y uno se siente
muy, muy pequeño ante tanta inmensidad.
En el camino de vuelta encontramos un par de
bandurrias que se pusieron a tiro de nuestros teleobjetivos.
Y antes de que nos diésemos cuenta, las nubes
habían reconquistado su reino, pero nosotros ya habíamos aprovechado nuestra
oportunidad, y nos llevábamos un tesoro en imágenes, en nuestras tarjetas y
retinas.
La ruta terminaba en el Salto Grande, que ya
habíamos visitado durante nuestra primera tarde.