En Nueva Zelanda
hay playas mucho mejores que ésta, pero también tiene su encanto. La soledad,
el cielo nublado, y el hecho de que llevara ya dos semanas conduciendo solo,
con más de tres mil kilómetros a la espalda también ayudó. Puede que esta vez
las fotos tengan más significado para mí que para vosotros. Se piensa mucho
cuando nadie te distrae.
El
pueblo de caravanas que encontré al final de la carretera parecía más bien
abandonado. No había un alma, ni tan siquiera un coche, nada que diese a
entender que allí vivían personas.
Tan solo unas cuantas gaviotas, que escarbaban en
busca de comida entre los despojos arrastrados por la marea. Ésta se acercó sin
mostrar miedo alguno. Yo me retiraba con las olas para no mojarme los zapatos,
pero a ella le daba igual.
Conducía en dirección a Kaikoura desde el extremo
norte de la isla del sur, sin saber dónde pasaría la noche, recorriendo con calma
y deleite esta costa salvaje, con una lluvia fina como única compañía. Por aquí
el paisaje también es más desolado de lo habitual.
El paso a nivel menos peligroso del mundo y unas vías
que corren paralelas a la costa.
Ojalá tuviese tiempo para ver adónde llevan, pero
Kaikoura y sus maravillas me esperan.
He querido terminar
el año con esta entrada modesta, para recordar que la felicidad está en las
pequeñas cosas, y que no necesitamos de un paisaje espectacular para disfrutar
de la vida.
¡Os
deseo una Navidad muy feliz, y nos vemos pronto, en 2016!.