Miro las
fotos, después del tiempo transcurrido y no tengo palabras para describir lo
que se siente al llegar a un lugar como éste, tan lejano, tan aislado y misterioso.
Mientras
los moai miran al mar sin prestarnos demasiada atención, nosotros ascendemos
por la ladera en busca del mayor de ellos, que yace, inmóvil para siempre, sin
poder caminar puesto que no llegó a separarse de la roca.
Como
estos otros, apenas esbozados, sin que sepamos por qué quedaron así, a medio
terminar.
El más
alto de todos los de la isla mide 21 metros. Con una cabeza de 7 metros, nos
mira impotente, pidiéndonos quizá que le liberemos.
La hierba
y los líquenes van cubriendo la piedra volcánica. Las esculturas eran talladas
boca arriba, para luego ser separadas de la roca madre, levantadas y trasladadas
a los diferentes puntos de la isla, generalmente junto a la costa.
Al fondo
adivinamos Tongariki, uno de los ahus más fotografiados de la isla,
especialmente al amanecer, con sus quince moai restaurados.
Mientras,
nos topamos con este otro que difiere mucho de los demás. Está arrodillado,
sentado sobre sus propias piernas y tiene detalles más redondeados, más humanos.
Seguimos
camino, observando embobados un moai tras otro, con la vista puesta en nuestro
siguiente destino.
La visita por la cantera se limitó a
la senda principal, pero la recorrimos sin prisa y estuvo francamente bien. De
haber dispuesto de más días la habríamos explorado por nuestra cuenta y
habríamos entrado en el interior del cráter. Es el eterno problema de las
vacaciones, queremos ver muchas cosas y a veces hay que hacer sacrificios.
No obstante, siempre digo que hay que
disfrutar de lo que se ve y no llorar por lo que nos perdemos.
En estas
dos entradas os he enseñado una pequeña muestra de los 400 moai que podemos
ver.
Desde el
minibús, que hoy va cargado de turistas, tomamos estas vistas generales de la cantera.