Además
de ser todo un icono de los Estados Unidos, Yosemite era también nuestro primer
parque nacional, así que íbamos cargados de ilusión por visitarlo. Como está a
320 km de San Francisco, antes habíamos visto el Lago Tahoe, donde hicimos
noche, y nos acercamos a Yosemite adentrándonos unos kilómetros en Nevada.
Es posible – incluso recomendable – pernoctar dentro del parque, pero los
precios son más altos y además hay que reservar con mucha antelación, por lo
que nosotros elegimos un motel que se encuentra fuera. El único inconveniente
es que hay que conducir un poco más, pero el paisaje es tan bonito que merece
la pena.
No estuvimos solos. Más de cuatro millones de personas
acuden cada año, y todos los turistas vamos a los mismos sitios. Si uno está en
buena forma y dispone de más tiempo, es posible perderse por la interminable
red de senderos y dejar atrás a todos los domingueros, pero no fue nuestro
caso.
Como
la inmensa mayoría, nos limitamos a los lugares más turísticos, en los que el
comportamiento de algunos deja mucho que desear. Parece que estén en un parque
de atracciones en vez de en un parque nacional y que salir en la foto sea lo
único que les interesa. La vulgaridad impera a ambos lados del charco.
Aunque
hay aparcamientos dentro del parque, os recomiendo dejar el coche en uno y
tomar los autobuses para moverse de un punto a otro. Son gratuitos, el servicio
es frecuente y os olvidáis de tener que aparcar.
A
mediados de junio, el tiempo era perfecto, quizás con algo más de calor del que
nos habría gustado, pero sin nubes en el cielo y mucho verde a nuestro
alrededor. Los reflejos en el agua eran espectaculares.
Estamos
en la parte más accesible del parque, la que hay junto a la carretera.
Todas
estas fotos fueron sacadas nada más entrar en el parque, sin llegar aún al centro
de interpretación siquiera, y aún me queda mucho por mostraros. Os podéis tomar
esta entrada como un aperitivo de las que irán apareciendo por aquí de vez en cuando.