martes, 19 de febrero de 2019

Kenia IV – Un desfile de leonas

Hay momentos que no tienen precio. Después de una mañana desaprovechada buscando unos rinocerontes que no encontramos, aquella tarde la naturaleza se mostró pródiga y amable, dejando claro una vez más que es ella la que manda.


Habíamos estado fotografiando elefantes y búfalos en ese triángulo mágico que es el Masai Mara, bajo la luz que dejaban pasar unas nubes caprichosas pero persistentes.



Se aproximaba la hora del cierre del parque, las seis y media, poco antes del ocaso, cuando recibimos un aviso por radio de que habían descubierto a un grupo de leonas bastante numeroso; luego descubriríamos que eran diez en total. Nos pusimos en marcha con el objetivo de interceptarlas y mi improvisado compañero alemán no entendía por qué pasábamos de largo junto a una jirafa cuyo interés había descendido varios enteros en la bolsa de animales salvajes.


Porque cuando hay felinos a la vista, el resto de animales cotiza a la baja. No es que yo sepa suajili más allá de media docena de palabras, mucho menos la lengua masai de nuestro conductor, pero quizás estoy acostumbrado a desenvolverme en ambientes en los que no entiendo una palabra, y sé que si corremos es porque vamos tras algo importante.


Adelantamos a un par de leonas que caminaban en fila, y enseguida, vimos algunas más. El alemán seguía sin entender por qué no nos deteníamos hasta que llegamos a la encrucijada, pero era evidente que nuestro chófer pretendía interceptarlas. Por eso es tan importante contar con alguien que tenga experiencia. No basta con avistar los animales, sino que conviene anticiparse a ellos, adivinando qué van a hacer.




Allí, pacientemente, las esperamos, viendo cómo se iban congregando en lo alto de una loma.





La parada fue muy breve, apenas el tiempo necesario para que las más rezagadas alcanzaran calmosamente a las que habían llegado primero.




Poco a poco, con toda la lentitud del mundo, a veces de una en una, en ocasiones emparejadas, fueron pasando por delante nuestra entre dos todoterrenos. Ese es el instante impagable al que me refería al principio.




Los demás vehículos se fueron, pero nosotros nos quedamos aún un buen rato, esperando a un par de machos que iban tras ellas. Pero los muy perezosos seguro que se estaban echando la siesta entre la hierba y no se dignaron a aparecer.




La hora se nos echaba encima y tuvimos que ponernos de nuevo en movimiento. Atentos, los buscábamos por todas partes, pero en su lugar descubrimos a otra leona, la undécima, que se había separado del grupo y llamaba ahora a sus congéneres con ese rugido grave y profundo que usan para cubrir grandes distancias.




Un safari siempre merece la pena, pero son tardes como ésta las que ponen la guinda al pastel; la decepción de una mañana estéril se borra en un instante y todo son sonrisas.